domingo, 17 de agosto de 2008

DE COMO REDISTRIBUIR LA RIQUEZA Y EL AIRE


La Argentina encabeza un ranking: no hay ningún país del mundo (occidental y latinoamericano, aclaremos rápido antes de que algún obsesivo ponga ejemplos musulmanes y de Africa) en donde los grandes medios de comunicación estén concentrados en tan pocas manos. México y Brasil, o Televisa y O Globo, respectivamente, pueden dar la impresión de que condensan más todavía. Pero, ya sea por su monumentalidad poblacional, por la tradición de una presencia del Estado que garantizó ciertos equilibrios; por el dinamismo de muchos de sus colectivos sociales que comprendieron la importancia estratégica de la comunicación, son países en que las redes orgánicas o dispersas de emisoras públicas, universitarias, organizaciones no gubernamentales, sindicales, ejercen algún contrapeso respecto del poder de las grandes cadenas informativas.

Aquí sucedió algo de eso entre mediados y fines de los '80, cuando surgieron hasta la proliferación estaciones de radio que le hicieron frente a la legalidad y la hegemonía discursiva. Fueron miles de emisoras barriales, zonales, comunitarias, nacidas desde rebeldías individuales o a partir de pequeñas estructuras organizativas. Las instituciones tradicionales y los partidos políticos asistieron absortos a ese fenómeno. No tenían ni herramientas teóricas ni comprensión de la realidad para entender cómo, casi de la noche a la mañana, todo el territorio se poblaba de ondas truchas que anclaban en la necesidad, en muchos segmentos populares, de encontrarse con programaciones y mensajes alternativos. Podría decirse que, junto con la lucha de los organismos de Derechos Humanos, fue uno de los episodios más significativos que produjo la sociedad desde el abajo de la pirámide.

A comienzos de los '90, el sultanato impuso que los propietarios de medios gráficos podían serlo también de ondas radiofónicas y televisivas. Ese fue el inicio de los multirmedios, y del fin de las experiencias comunicacionales que habían emergido, generalizadamente dicho, desde los 'sin voz’. Se conjugaron dos factores. Por un lado, la fuerza potenciada de capitales mediáticos que ya no tenían barreras legales para ir por todo. Comenzaron a apretar, a cooptar, a arrasar con las frecuencias de las pequeñas emisoras y con los operadores de cable de los pueblos y ciudades de todo el interior, en un proceso largo pero firme que hoy ya no encuentra mayores obstáculos.

No queda rincón en la Argentina, salvo por la resistencia de algunas filiales de Radio Nacional, repetidoras de Canal 7 y zonas de frontera en las que el Comité Federal de Radiodifusión (Comfer) otorgó licencias a comunidades locales, en donde la autonomía mediática respecto de los gigantes del negocio haya zafado de la metástasis.

Pero no sólo fue -ni es- cuestión de apropiamiento legal, sino de victoria cultural de la escala de valores imperante: consumismo desaforado, frivolidad, pasatismo informativo, mentalidad clip. Los propietarios de emisoras de baja potencia y sus productores de contenidos asimilaron el ideario y la estética de ese paradigma. Y como si fuera poco se transformaron en una mala fotocopia que, con excepciones, sucumbió progresivamente (y así sigue) frente a la bajada del satélite porteño.

Hay reservas, claro, que podrían activarse si el proyecto de Ley de Radiodifusión se consuma manteniendo, aunque sea, sus fortalezas centrales. Lo que está, ya está. Apenas un afiebrado podría suponer seriamente que, con la actual correlación de fuerzas, hay espacio de algún tipo para proceder contra las porciones ya conquistadas por el poder multimediático. Esta última figura requiere de un correctivo nada menor.

Es inexacto continuar hablando de multimedios, porque en realidad se trata de corporaciones que manejan ese negocio entre otros varios o muchos: extracción petrolera, clínicas privadas, industria del entretenimiento, telefonía, papel, ferias y exposiciones. Con lo cual sufrimos una era en que la circulación informativa es, como nunca, una mercancía que cuantas veces sea necesario quedará a disposición de los ampliadísimos intereses de sus accionistas.

Embestir contra lo que ese andamiaje ya consolidó carece de todo sentido común. Apenas podría caber en discusiones del ultrismo de izquierda o en la cabeza de quien suponga que hay de por medio un gobierno revolucionario y no uno que, simplemente, permite la generación de espacios por los cuales colarse para despegar pretensiones progresistas.

Pero para adelante sí se puede hacer. El sólo hecho de acabar con el bochorno de que la Ley de Radiodifusión vigente sea la dictatorial, a pesar de todas las modificaciones que le introdujeron, supone un colchón de apoyo social.

Pero además, si lo comunican bien, ¿quiénes podrían oponerse a repartir con mayor equidad el espectro radioeléctrico? ¿Quién sería el De Angeli que hablaría en nombre de productores mediáticos asfixiados por la gula porteña, si justamente se trataría de abrir la plaza a quienes hoy no pueden entrar? ¿Quién sería el Buzzi que se uniría a cuáles corporaciones de carcamanes, para decir que no lo une el amor sino el espanto de combatir contra la idea de democratizar la propiedad de los medios? ¿Cuánto de creíble sería un coro de comunicadores defendiendo a cara lavada los intereses de sus patronales ostensibles?

Está bien: en este país casi todo puede ser y casi seguramente será, pero convengamos que trabajar el imaginario popular en el respaldo a los grandes pulpos mediáticos no es lo mismo que el expediente de decir que al campo hay que dejarlo tranquilo para que produzca y luego el vaso derrame hacia los pobres.

La tienen más complicada, en una palabra. Y a partir de ahí la tendrán en más o en menos según sea, junto con la determinación y el convencimiento, la creatividad y concreción de mensaje con que el oficialismo, las instituciones públicas, las organizaciones sociales y la masa crítica de referentes intelectuales sepan transmitir la idea y el proyecto.

La radio y la televisión (cable incluido) son, por supuesto, escenarios complejos, que a priori invitan a que el grueso de la sociedad se sienta ajeno al debate como si fuese cuestión de polemizar en torno de disposiciones monetarias del Banco Central.

Pues no es así. Si es por las grandes líneas de la iniciativa oficial, los trazos son sencillos. La adjudicación de licencias para operar radio y tevé será alternada en tres tercios iguales: sector público, sector privado y sector privado no comercial (cooperativas, sindicatos, organizaciones no gubernamentales, colectivos diversos). Y el espacio se amplía porque en unos años llegará la digitalización total y donde hoy entra un canal de televisión entrarán seis, y donde entra una frecuencia radiofónica podrán hacerlo muchas más (si se fuera puntilloso, esto requiere de mayor explicitud tecnológica; pero acá estamos hablando de comunicar bien un relato legítimo de debate, cuya sustancia es irrebatible).

Esos son los lineamientos-madre y allí debe sentarse la campaña social y la astucia parlamentaria. Después vendrá cómo se prepara y capacita el conjunto del campo popular, valga la grandilocuencia, para estar en condiciones de acceder a lo que la ley habrá despejado.

El firmante se permite insistir con algunas preguntas ligadas a la verdadera vocación de poder de quienes nos consideramos sujetos y actores críticos de la comunicación. ¿Cuánto nos capacitamos? Los medios se juegan intereses de negocios concretos no solamente aspectos de favoritismo ideológico. ¿Cuánto no nos quedamos en una actitud de análisis teórico de la perversidad sistémica, aislado de la profesionalización necesaria para no dispararle a las fieras con revólveres de juguete? ¿Con qué armas se llegará a la chance de manejar medios?

Como bien reconoció en una reciente entrevista el titular del Comfer, Gabriel Mariotto, la (nueva) ley es nada menos pero nada más que una referencia. Si el Poder Ejecutivo le da vía libre a que el proyecto y la campaña tomen verdadero estado público; si después de eso se puede sortear la presión de los emporios mediáticos que intentarán corregir como sea los trazados que les son adversos; si luego se decide que la arquitectura del cambio debe quedar tal cual y la depositan en el Congreso; si allí sortean de alguna manera a quienes en ambas Cámaras son, digamos, sensibles a las coerciones periodísticas; si encima de eso se es capaz de aguantar, en el tramo final, una andanada de portadas de diarios y títulos de informativos y entrevistas y programas especiales que tanto podrán blandir que hay una amenaza grave a la prensa independiente como subirse a cualquier contingencia política, económica o social, para operar contra el ánimo de cambio; y si en el tiempo de descuento no aparece un número suficiente de Cobos contando que su voto no es positivo, se habrá logrado después de 25 años que Argentina tenga una ley de radio y televisión elementalmente apta para que el aire se distribuya de un modo menos corporativo.

Sería casi épico, y aún así los festejos no deberían durar más que una muy buena noche de copas porque, de inmediato, habrá que ponerse a convertir la posibilidad en probabilidad. De lo contrario, y como ya sucedió al cabo de tantas oportunidades en las que tanto ingenuo creyó que la toma del Palacio de Invierno estaba a la vuelta de la esquina, los pedazos de lo que estalla o es afectado son reabsorbidos y reciclados por el propio sistema.

Puede ser una pelea temible. Inclusive más sórdida y cínica que la librada contra el movimiento campestre, porque los medios se juegan intereses de negocios concretos y no, solamente, aspectos de favoritismo ideológico. Pero vale la pena darla.

Eduardo Aliverti


Publicado en Miradas al Sur, Agosto 10 de 2008